Friday, March 28, 2008

Siempre es posible portarse peor


Hay dos momentos que recuerdo muy bien. Uno ocurrió a principios de abril de fines de siglo. Si estabas en Caracas y salías tanto como solía salir yo en aquel entonces, lo más probable es que me hubieses visto con las pupilas dilatadas, bailando como un duende imbécil en medio de un montón de gente sudada, aturdida y sonriente, con el corazón a punto de estallar, tembloroso y perdido entre la intermitencia de las luces estroboscópicas, con una botella de agua en la mano, batiendo la cabeza como un autómata al ritmo de un beat mineral que hacía que todo parecía ser posible.

Nunca podré decir que quienes sobrevivimos a la confusión de aquellos años estuviésemos seguros de estar haciendo lo correcto. De hecho creo que lo único de lo que estábamos seguros era de nuestra propia infamia, del desparpajo con el que le sacábamos la lengua a la madurez inminente mientras nos sentíamos orgullosos de nuestra propia estupidez.

En retrospectiva, todas las consignas de paz, amor, unidad y respeto se escuchaban tan bien como una canción de Tom Waits mirando el atardecer con el culo clavado en la arena de cualquier playa caribeña, con la boca seca y los pies sucios. Pero a medida que nos lo tomábamos cada vez más en serio, irónicamente también comenzábamos a darnos cuenta de que la utopía que creímos real jamás iba a pasar de una fábula química que desaparecería con los primeros rayos del sol de la adultez y la responsabilidad y todas esas mierdas.

Fue cuando me hice consciente de esto y de otras mentiras más egoístas (pero igual de dolorosas) que decidí quitarme la vida.

Soy incapaz de hacer un recuento de todo el veneno recreativo con el que maltraté mi cabeza una vez que entendí que todo era mentira. Sí puedo decir con toda seguridad que sea lo que sea que usé esa mañana hizo bastante bien su trabajo.

Y conservo una imagen brumosa y dolorosa de ese día. Llevo en mi cabeza a mamá llorando convencida de que yo jamás podría abrazarla de nuevo, a mis mejores amigos cargando mis huesos enfermos, al hospital psiquiátrico, a la nariz rota y a las ganas de convertirme en nube para no tener que despertar y darle la cara a la vergüenza y esas lagunas mentales que todavía hoy me persiguen cuando me veo en el espejo y a esa esquizoide manía de ser un cuerpo descompuesto que camina en el mundo de los vivos y que ningún poema torpemente escrito por mí puede retratar con suficiente precisión.

Exáctamente ocho años después estoy seguro de que soy el rey de los idiotas. No es sólo que haya estado tan cerca de los gusanos. Es que me costó años parar de buscar atajos que me llevaran de una vez por todas hasta ellos.

Lo que me lleva al segundo momento.

De nuevo es el mes de abril, pero esta vez está terminando. Estoy encerrado en un minúsculo cubículo del baño de una discoteca con un par de amigos que arman líneas de polvo amarillento para darnos banquete mientras en el piso de abajo una docena de revistas y páginas de internet y canales de TV me andan buscando desesperadamente para que les hable de una revista que acaba de salir a la calle con una Miss Universo en portada.

Entonces, cuando un encargado de seguridad del local comienza a tocar violentamente la puerta del baño de hombres y sospecho que me van a sacar esposado de mi propia fiesta y decidimos salir (a pesar de que al verme en el espejo sólo contemplo un monstruo atrapado en una mueca desagradable que trato de volver invisible con vodka barata) y comienzan los flashes y deseo volver a convertirme en nube con más ahínco que nunca, ahí, a un paso de botar el vaso sobre la alfombra y arrojarle un fósforo encima para quemar ese club maldito, la vi a ella de cerca por segunda vez.

Pero en esta oportunidad terminaríamos hablando de cualquier cosa hasta que la madrugada amenazó con despedirse. Y borracha como ella estaba y destruído como estaba yo, nos besamos en el rincón de una discoteca que ya no existe y a la que llegamos dando traspiés en búsqueda de un refugio para eso que todavía esta mañana, como todas las mañanas, tenemos en común.

Y hemos tenido momentos malos y hemos tenido momentos buenos. Y nos hemos odiado y nos hemos amado. Y hemos estado hartos el uno de otro y nos hemos vuelto locos extrañándonos también. Pero todo esto es irrelevante cuando me deshago de lo accesorio y me quedo con lo que verdaderamente importa.

Aquella noche de abril cuando me salvó.

Tres años han pasado desde entonces. Y tantas cosas de las que he escrito aquí y de las que seguramente seguiré escribiendo. Eso es.

Pero cuando intenté armar un cuento con las polaroids de esos momentos lo que me salió fue otra historia. Si lees bien encontrarás la misma confusión que me invadió aquel día que decidí quitarme la vida. Si sigues leyendo también encontrarás lo que para mí es el plácido temblor que implica conseguir la fórmula para convertirse finalmente en una nube en la que puedas escapar de todo y salvarte.
Pero si soy brutalmente honesto contigo te diré que lo que más quiero es otra cosa.

Que hoy se convierta en otro momento de esos que duran para siempre.

Un día en el que quizá,s si tú lees ese libro tonto escrito que escribí para ti, tal vez, sólo tal vez, decidas quemar este mundo junto a mí.

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Monday, March 24, 2008

Funeral


Esta es una historia corta sobre un chico que un día se asustó tanto que no quiso volver a levantarse de la cama. No hay mucho que contar. El chico estaba asustado y la cama estaba muy cómoda y levantarse para enfrentarse al mundo le pareció un grave error.
El punto es que se quedó allí durante días hasta que olía tan mal que todos sus amigos dejaron de visitarlo para evitar que el olor a porquería se les metiera por la nariz. Y él de alguna forma fue feliz todos los días que estuvo allí, que no fueron muchos, porque después de la segunda semana el chico estaba tan flaco y hediondo y hambriento que se murió de un paro cardíaco.
Sin embargo esa no es la parte interesante de la historia. La parte interesante fue lo que ocurrió después. Porque cuando su chica fue a visitarlo con una mascarilla puesta esperando sacarlo de allí se encontró con que su cuerpo había desaparecido.
¿A dónde coño se había ido el cuerpo del chico? Pues esa es la pregunta que comenzó a hacerse todo el mundo que paulatinamente fue a recorrer el cuarto maloliente donde había tenido lugar el misterioso acontecimiento.
De repente ese cuarto ya no olía tan mal (tomando en cuenta que por fin alguien se había dado cuenta de que no iba a dejar de oler mal a menos que se abrieran las ventanas) y la gente comenzó a llevar cervezas frías y porros de marihuana y algunos más osados se aparecieron con bandejas que encima tenían gruesas líneas de cocaína y billetes de 20 bolívares (de los de antes, no se los de ahora) y todos reían y escuchaban Skid Row a todo volumen y celebraban sus recuerdos con el chico, antes de que los amaneceres se hicieran tan pesados e intermitentes como una colonostopia.
Uno recordó la vez aquella en la que se robaron un carro que condujeron no más de dos cuadras completamente borrachos hasta chocarlo contra un poste y volverlo mierda, literalmente, aunque a ellos no les pasó absolutamente nada. En cuanto a las chicas, no estaban tan calladas como algunos chicos, y disfrutaron comentando como todas eventualmente, algunas más temprano que tarde, terminaron acostándose con él. A su chica, a la última y la definitiva, no le pareció apropiado tener que escuchar esto en un momento tan difícil para ella, como lo era el saber que el saco de huesos que le recitaba poemas al anochecer ya no estaba allí. Sin embargo, se dio cuenta de que no podía evitar que todo esto pasara en sus narices, porque no habría razón para lamentarse realmente si al final donde quiera que su chico estuviera se encontraría mucho mejor y feliz y sonriente como un tiburón blanco.
Entonces se retiró hasta apoyar su espalda contra la pared tapizada con afiches de Nirvana y reproducciones baratas de cuadros de Modigliani y esas cosas que siempre atestiguaron los orgasmos que tuvo durante tres años enteros, y comprendió por la felicidad de todo el mundo que su chico o bien seguía allí o que en realidad jamás lo había estado.
Esta es una historia corta sobre un chico que un día se asustó tanto que no quiso volver a levantarse de la cama, un chico que se vio rodeado de gente que celebraba feliz su muerte como él lo hubiese deseado, un chico que se dio cuenta de que no podía morirse si ya estaba muerto.
Uno de esos dramas góticos con los que torpemente sueñan aquellos que se ahorcaron con sus propias esperanzas al echar un vistazo en el futuro.
O algo así.

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Tuesday, March 18, 2008

Manchas de tinta


Hace dos meses que no escribo una miserable línea. Los números no mienten. Durante demasiado tiempo estuve evitando ensuciar esto como manchas de tinta. Y tú me pedías que escribiera algo, cualquier cosa, que dejara de robarme letras de canciones, que me enfrentara a la vida sin quejarme de todas las pendejadas que siempre me han hecho quejarme y que volviera en mí y reaccionara y me emborrachara de nuevo y regresara al infierno y me dejara escoñetar por mis demonios como un tipo de verdad.
Yo hice lo que me dio la puta gana. El corazón me dolió como nunca nada me había dolido y perdí cosas que no sé si recuperaré alguna vez. Me convertí en una de esas escorias minerales y saludables como el agua embotellada. Empecé a comer más sano y a dormir más, perdí quién sabe cuantos kilos trotando con un pantalón de mono que parece robado del mismo asilo donde encerraron a mi abuelo y lo escondieron de mí y de mi egoismo y de mi poco afecto por la idea de familia. Sonrío más que antes y estoy más enamorado que antes y creo estar seguro de que ahora más que antes también han vuelto a amarme a mí, sin reservas, sin dramas, sin ese infarto a punto de ocurrir, sin Sid y sin Nancy.
Los últimos dos meses he recogido toda la basura. Todo brilla, todo es excitante y nuevo y fabuloso como un relámpago rojo.
Y paso los fines de semana viendo Discovery Home & Health. Y pienso recurrentemente en bebés y se me sale la baba si veo uno en la calle y me muero por tener uno mío al cual abrazar y proteger de todo lo que me ha pasado a mí durante esos violentos treinta años en los que me he maltratado como nunca, en búsqueda de la muerte y en búsqueda de salvarme, contradictorio, ruin, estúpido, blanco y verde y pálido y gordo y flaco y sudado y seco y feliz y no tanto.
Esto es. He terminado por domesticarme.
Soy un perro faldero que llegará a viejo y no ese animal salvaje que jugaba cartas con Lucifer apostándose la vida. Ya no.
Claro que no estoy seguro de nada como no lo estaré nunca. Pero sí confío un poco más en lo que creo puede ser lo único para lo que sirvo.
Tengo dos meses sin escribir una miserable línea, pero en lo absoluto eso significa que me sienta tan seco como me sentí siempre. Nada que ver. Son ellas las que revolotean entre mis visceras esperando que las deje salir de una vez por todas. Son ellas las manchas kamikazes que quieren darle forma a todo el asco y la inconformidad, y como no, a los dolores del corazón que nunca están de más cuando miras en retrospectiva y te encuentras con una foto vieja de cuando tenías 19 años y te das cuenta de que te estás volviendo viejo.
Acabo de hacer una apuesta muy grande.
Tengo un libro a punto de salir a la calle al que no podré leer porque estoy seguro de que se me cortará la digestión.
No es porque sea un mal libro. Es porque ya a estas alturas leerlo sería como leer algo escrito por otra persona, quizás más talentosa que yo y muchísimo menos sabia, aunque absolutamente más honesta.
Me miro al espejo y ya no soy capaz de reconocer al suicida de hace dos meses. A veces lo busco, simplemente para no perder la costumbre de tener algo de qué lamentarme. Pero ya no se encuentra ahí. Le ha dado paso a este ex drogadicto, ex periodista y ex humano que por fin, después de tantos coñazos, se ha dado cuenta de que su única virtud es no tener ninguna virtud más que ser sincero.
Y sí, como no, hay bastante expectativa en la calle. El fulano al que una vez un famoso escritor español le dijo que tenía futuro en el oficio finalmente escribió algo que durante un instante se le hizo posible que a alguien más que a su chica le gustase. Está seguro de que no es ni de lejos no mejor que podría escribir, pero lo hizo, coño, lo hizo.
También está seguro de que habrá personas eruditas que lo atacarán como perros voraces, clavando sus colmillos de odio sobre cada palabra, y que tacharán su estúpida novelita de adolescentes descarriados de mierda pura.
Pero también sabe que hay algunos de ustedes que sí entenderán lo que quiso decir.
Y que sonreirán cuando "los que saben" nos den con todo.
Y que sabrán leer en las manchas de tinta las cosas que todos saben y que nadie dice y que todos suponen que nadie tiene que decir.

Y en mitad de esa tormenta, de esa rapsodia cósmica, sobrio y viejo y seguro de que la muerte es lo único seguro, esperaré que un asteroide descomunal caiga sobre mi cabeza y los miraré a todos ustedes a los ojos y les sonreiré agradeciéndoles por estar ahí mientras me estrello de una vez con el futuro que siempre he negado y desaparezco para siempre, sin la hija de ojos grandes con la que sueño todas las noches ni el beso profundo del verdadero amor de mi vida, la que no pregunta, la que no huye, la que no tiene miedo, la que no me obliga a poner puntos, la que prefiere seguir surfeando sobre las comas.

Nadie me llorará porque yo no quiero que me llore nadie.

Ni las manchas de tinta negra que dibujé para ti.