Siempre es posible portarse peor

Hay dos momentos que recuerdo muy bien. Uno ocurrió a principios de abril de fines de siglo. Si estabas en Caracas y salías tanto como solía salir yo en aquel entonces, lo más probable es que me hubieses visto con las pupilas dilatadas, bailando como un duende imbécil en medio de un montón de gente sudada, aturdida y sonriente, con el corazón a punto de estallar, tembloroso y perdido entre la intermitencia de las luces estroboscópicas, con una botella de agua en la mano, batiendo la cabeza como un autómata al ritmo de un beat mineral que hacía que todo parecía ser posible.
Nunca podré decir que quienes sobrevivimos a la confusión de aquellos años estuviésemos seguros de estar haciendo lo correcto. De hecho creo que lo único de lo que estábamos seguros era de nuestra propia infamia, del desparpajo con el que le sacábamos la lengua a la madurez inminente mientras nos sentíamos orgullosos de nuestra propia estupidez.
En retrospectiva, todas las consignas de paz, amor, unidad y respeto se escuchaban tan bien como una canción de Tom Waits mirando el atardecer con el culo clavado en la arena de cualquier playa caribeña, con la boca seca y los pies sucios. Pero a medida que nos lo tomábamos cada vez más en serio, irónicamente también comenzábamos a darnos cuenta de que la utopía que creímos real jamás iba a pasar de una fábula química que desaparecería con los primeros rayos del sol de la adultez y la responsabilidad y todas esas mierdas.
Fue cuando me hice consciente de esto y de otras mentiras más egoístas (pero igual de dolorosas) que decidí quitarme la vida.
Soy incapaz de hacer un recuento de todo el veneno recreativo con el que maltraté mi cabeza una vez que entendí que todo era mentira. Sí puedo decir con toda seguridad que sea lo que sea que usé esa mañana hizo bastante bien su trabajo.
Y conservo una imagen brumosa y dolorosa de ese día. Llevo en mi cabeza a mamá llorando convencida de que yo jamás podría abrazarla de nuevo, a mis mejores amigos cargando mis huesos enfermos, al hospital psiquiátrico, a la nariz rota y a las ganas de convertirme en nube para no tener que despertar y darle la cara a la vergüenza y esas lagunas mentales que todavía hoy me persiguen cuando me veo en el espejo y a esa esquizoide manía de ser un cuerpo descompuesto que camina en el mundo de los vivos y que ningún poema torpemente escrito por mí puede retratar con suficiente precisión.
Exáctamente ocho años después estoy seguro de que soy el rey de los idiotas. No es sólo que haya estado tan cerca de los gusanos. Es que me costó años parar de buscar atajos que me llevaran de una vez por todas hasta ellos.
Lo que me lleva al segundo momento.
De nuevo es el mes de abril, pero esta vez está terminando. Estoy encerrado en un minúsculo cubículo del baño de una discoteca con un par de amigos que arman líneas de polvo amarillento para darnos banquete mientras en el piso de abajo una docena de revistas y páginas de internet y canales de TV me andan buscando desesperadamente para que les hable de una revista que acaba de salir a la calle con una Miss Universo en portada.
Entonces, cuando un encargado de seguridad del local comienza a tocar violentamente la puerta del baño de hombres y sospecho que me van a sacar esposado de mi propia fiesta y decidimos salir (a pesar de que al verme en el espejo sólo contemplo un monstruo atrapado en una mueca desagradable que trato de volver invisible con vodka barata) y comienzan los flashes y deseo volver a convertirme en nube con más ahínco que nunca, ahí, a un paso de botar el vaso sobre la alfombra y arrojarle un fósforo encima para quemar ese club maldito, la vi a ella de cerca por segunda vez.
Pero en esta oportunidad terminaríamos hablando de cualquier cosa hasta que la madrugada amenazó con despedirse. Y borracha como ella estaba y destruído como estaba yo, nos besamos en el rincón de una discoteca que ya no existe y a la que llegamos dando traspiés en búsqueda de un refugio para eso que todavía esta mañana, como todas las mañanas, tenemos en común.
Y hemos tenido momentos malos y hemos tenido momentos buenos. Y nos hemos odiado y nos hemos amado. Y hemos estado hartos el uno de otro y nos hemos vuelto locos extrañándonos también. Pero todo esto es irrelevante cuando me deshago de lo accesorio y me quedo con lo que verdaderamente importa.
Aquella noche de abril cuando me salvó.
Tres años han pasado desde entonces. Y tantas cosas de las que he escrito aquí y de las que seguramente seguiré escribiendo. Eso es.
Pero cuando intenté armar un cuento con las polaroids de esos momentos lo que me salió fue otra historia. Si lees bien encontrarás la misma confusión que me invadió aquel día que decidí quitarme la vida. Si sigues leyendo también encontrarás lo que para mí es el plácido temblor que implica conseguir la fórmula para convertirse finalmente en una nube en la que puedas escapar de todo y salvarte.
Pero si soy brutalmente honesto contigo te diré que lo que más quiero es otra cosa.
Que hoy se convierta en otro momento de esos que duran para siempre.
Un día en el que quizá,s si tú lees ese libro tonto escrito que escribí para ti, tal vez, sólo tal vez, decidas quemar este mundo junto a mí.
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