Tuesday, May 08, 2007

Monstruos


Sigo viendo monstruos. Es un círculo vicioso en parte. Los sigo viendo porque ellos siguen viniendo a visitarme cuando se supone que estoy dormido. Uno de los dos debe dejar de ver al otro. Uno de los dos debe quedarse definitivamente ciego.
Cuando tenía siete años decidí encerrarme en mi cuarto, acurrucado en un rincón, sin hacer ruido. Aunque las luces estaban apagadas cerré los ojos y me quedé quieto, con la banda sonora de mi respiración que desde entonces ya era tan terrible como la de una locomotora vieja. Y escuché los pedazos de aire bailando en mis pulmones como saltinbanquis árabes, buscando arrastrarse hacia arriba a través de mi nariz llena de mocos verdes.
Esta historia no la he contado nunca. Me imagino que porque no quería hacerlo o tal vez porque no quise darle mayor importancia de la que tenía. Pero lo cierto es que escuchando esa respiración atropellada por el polvo quiero creer que me quedé dormido, pese a que en mi memoria la imagen que tengo de mí mismo es la de un niño que en ningún momento dejó de estar despierto.
Cuando abrí los ojos seguía estando oscuro, pero ya no estaba sólo. Un par de ojos brillantes me contemplaban desde el otro lado de la habitación, puyándome como dagas invisibles. Eran ojos flotantes, derretidos sobre la nada, que apenas parpadeaban cuando yo parpadeaba, por lo que no puedo decir con certeza si llegaron a parpadear alguna vez.
Me abracé a mí mismo e intenté gritar para pedir ayuda. Pero me había quedado mudo. Con la boca abierta y la lengua inflamada dentro, dormida e inútil, como un gato muerto. Tampoco pude moverme. Mis piernas se cementaron en el piso de granito de mi habitación y así, como estatua de sal, me horroricé ante aquel par de ojos verdes y brillantes que habían comenzado a avanzar como el camión del correo hacia mí, poseedores de un mensaje secreto y terrible que quería compartir conmigo.
Volví a cerrar los ojos, con la respiración peor que nunca, repitiendo el mantra ingenuo de los que quieren empezar de cero, de los que se arrepienten de sus deseos anteriores.
"Que se vaya... que se vaya ahora... por favor", dije sin decir.
Entonces una extremidad peluda rematada por uñas largas como garfios de marfil me acarició la cabeza. Temblé. No me quedaba otra cosa por hacer más que temblar. Y luego sentí un aliento gélido en mi oído, tan frío como la sangre que bombeaba desesperadamente hacia mi cerebro buscando a toda costa detenerme el corazón.
"Un día te verás al espejo y verás mi rostro", susurró.
Embutido en el miedo, con mis dientes chirriando de pánico, como pude alcancé a preguntar.
"¿Cuándo? ¿Cuándo?"
Pero la voz ya no hablaba, los ojos ya no me miraban, aunque el terror seguía allí.
Sigo viendo monstruos, sólo que no son reales. A veces su sombra está detrás de mí cuando voy a algún baño público, cuando me quedo sólo guardando el carro en el garaje, cuando llego a mi casa y alguien ha dejado una luz encendida.
Pero ya no hablan, ni se acercan, ni me tocan.
Ellos saben que estoy aquí y yo que están allí.
Pero sigo sin tener idea de las dantescas líneas de sus rostros demoníacos.
Hasta hoy.
Cuando después de mirarme al espejo me topé con la imagen de esa bestia que siempre me había ocasionado pesadillas.
En realidad la había visto siempre, aunque nunca la detallé.
Hasta hoy. Sí, hasta hoy.
Con mi perenne dolor de espalda y mi cuerpo destrozado y mi cara mallugada por la vejez que se ha devorado al niño de siete años que se acurrucó en un rincón de su cuarto con las luces apagadas y los ojos cerrados cuando fue visitado por su futuro.