Saturday, August 21, 2010



Tras la muerte de papá en 2008 había decidido dejar de escribir en un blog. Me pareció que El Diario de Kyo Teriyaki —como se llamaba entonces— representó un período de mi vida que coincidió con mi salida del periódico Urbe, la publicación de mi primer libro y terminó con la pérdida de privacidad, un corazón roto y un adiós final.
Desde entonces he andado escribiendo por ahí. Algunas columnas en revistas, entre ellas de nuevo Urbe y un redescubrimiento del mundo real frente a Internet y su enajenación.
Hoy en día, sin embargo, creo que por fin estoy listo para volver.
Sin la oscuridad excesiva de antes, creo yo que más maduro y creo también que con otros intereses más propios de un hombre de más de 30 años al que le siguen importando las mismas cosas, aunque las mire de otra manera.
Si este blog era negro, el nuevo es blanco.
Y habla del futuro antes que regodearse en el pasado.
Se trata simplemente de eso. De volver a escribir sobre las cosas que me gustan, cada dos o tres días, y de que puedas leerme ahora que Urbe está convirtiéndose en otra cosa, igual de peligrosa y tan genial como debió haber sido siempre.

Entra ya en http://www.gabrieltorrelles.com/

Hay cuentos, videos, artículos, música, fotos, dibujos y otros souvenirs del futuro que voy recogiendo en el camino.

Cosas viejas, cosas nuevas, cosas fuera del tiempo.

Las cosas que te gustan de mí.

Corre la voz.

Búscame allá.

Esto está cerrado.

Gabriel.

Tuesday, December 16, 2008

Sin título


Todas las noches, en secreto, revivo los temblores y maldigo los límites.
Lo hago consciente del abismo
que abre cada blasfemia.
Porque sé que mis intentos de alejarme de ti
sólo me mantienen más cerca.

Todas las noches, en secreto, caigo de rodillas.
Y cómo un clérigo del vicio
Mis pecados hacen que sólo pienses en mí.
Siempre en mí.

Estás.
Te odio porque estás.
Te odio porque no estás.
Porque soy esclavo de tu incertidumbre.
Y tú de mi certeza.

Cuestión de tiempo,
de contar los minutos
de pensar constantemente en imposibles.
de soportar las tardes y esperar la noche,
que como ésta, como todas,
reune lunas llenas y devoción a ti,
y temblores y maldiciones
y esos pensamientos impuros que te escandalizan
y una vida de portarse mal
para que no olvides amarme bien.

Juego con el antifaz de una sonrisa artificial.
Por tu culpa soy profano, oscuro y obsceno.
Lo hago en venganza
por mantenerme tan lejos de ti.
por obligarme a compartirte con el resto.

Pero tú sigues cuidándome,
alejándome de tu perfección
escondiéndome el veneno.
Mientras
Vivo sin vivir en mí.
Y muero porque no muero.

(Poema leído el jueves 11 de diciembre de 2008, El Teatro, Las Mercedes, 11:00 pm. Videocase "Siempre en mí" by Billy se fue )

Saturday, May 31, 2008

Furia


En otro arrebato de irresponsabilidad volví a encontrarme con el implacable cursor que titila sobre el documento en blanco. Bastante falta que me hacía estar frente a frente con el más sincero y riguroso de mis críticos. Dos meses atrás, cuando haciendo todo lo contrario a lo que siempre predico cifré todas mis esperanzas en 237 páginas de aforismos rabiosos e inconexos, supuse que el paso lógico después de la sobre exposión mediática sería la perdida paulatina de la furia. Para el 28 de marzo de este año, en un intento de poner mis expectativas en perspectiva, imaginaba que el motor de mi escritura (la ira) por fin se aplacaría para abrirle camino al cinismo que siempre acompaña el éxito en cualquiera de sus manifestaciones.
Con los intelectuales (y por eso nunca me permitiría formar parte de esa élite ni creo que a ellos se les ocurra darme permiso siquiera de acercame) este proceso es comprensible debido a que el cinismo precede a su rabia. La planificación de su futuro transcurre en una búsqueda patética de evaluar similitudes y diferencias entre las ideas que otros escriben y las que ellos desearían escribir. Se mantienen en un persistente estado de alerta frente a todo lo que no flote dentro del circuito cerrado de sus conocimientos. Así, cuando las diferencias son mayores que las semejanzas, su furia se alimenta con tal magnitud que son capaces de quemar a cualquiera con la misma intensidad destructiva con la que los bárbaros acabaron con Roma.
En poco más de 60 días han acabado conmigo tantas veces que he llegado a convertirme en una suerte de zombie errante que evita a toda costa tomar en serio lo bueno o malo que puedan decir de él y prefiere encerrarse en la invisibilidad que brinda la ignorancia. De vez en cuando hay quien me cuenta que alguien escribe por ahí que tengo un gesto que me catapulta directamente hacia la arrogancia o que soy una aberración genética producto de juntar todas las traducciones de Bret Easton Ellis y Chuck Palahniuk con el supuesto deseo de ser Jhonny Depp interprentando a Hunter S. Thompson.
Me han dicho mediocre, emo, bastardo, genio, promesa cumplida, promesa sin cumplir, poeta, estúpido, creído, humilde, falso, talentoso, aburrido, excitante, demente, vendido, sexy, monstruo, honesto, burdo, sobrevalorado, infravalorado e incorrecto. Me han dicho que lo que escribo no sirve para nada, han dicho que mi chica es una ninfa ignorante y pretenciosa (no sé que tiene que ver mi chica con todo esto, pero supongo que cuando los intelectuales dirigen sus dardos lo hacen siempre apuntando hacia donde más duele), que escribo basura para vender, que mi primera novela debía haber sido el reflejo realista de la juventud que sobrevive a los barrios y que en ella hay ideas propias de la Edad Media que no se corresponden a un autor que vive en un país convulsionado políticamente como es este.
Luego están quienes me dicen que lo que escribí es lo más arrecho que se han leído en su vida o que hay frases que le hicieron sentir que estaban leyendo sobre ellos mismos y sobre lo que sienten todos los días y sobre lo que nadie quiere hablar. Están los tipos que se toman fotos sin camisa y me dicen que se quieren acostar conmigo y la chiquillas que me dicen que se enamoraron de mí porque lo que escribí les asegura que no hay nadie que pueda comprenderlas en todos los aspectos (en la cama, en la locura, en la vida) como lo podría hacer yo. Hay quien me cuenta que están las señoras que escuchan en el metro platicando animadamente porque sus hijos o sus nietos están leyendo pornografía escrita por mí y que soy la encarnación de Satanás. Están las otras señoras, las que opinan que un vistazo a esas 237 páginas les puede dar una visión completa y profunda a la psique de sus hij@s adolescentes y las que me escriben para agradecérmelo.
Tienes a los doctores y los psiquiatras y a los sociológos que me escriben y me dicen, a partes iguales, que la juventud será mejor gracias a mí y los que me acusan de hacerla peor que nunca. Están los lectores que me dicen que me quedó lindo y los que dicen que me quedó lindo sin leerse nada. También están los lectores “expertos” que dicen que no hay nada de terrible en lo que escribí, que no pasa de ser una tontería, que con todo lo que se ha publicado de Sade, cualquier aspiradora de semen es reducida a una metáfora si acaso ridícula. Están los que me dicen pretencioso, así sin más. Están también aquellos que me dicen imbécil por tartamudear frente a una cámara de televisión. Están los locutores de radio que jamás me invitarán a su programa y los que pensaban no hacerlo y de repente (afortunadamente) algo les hizo cambiar de parecer. Están los que consideran un sacrilegio acercarse siquiera a algo publicado por la editorial que vendió mis aforismos rabiosos y los que lo compraron únicamente por esa razón.
Está uno de los hombres de letras más arrechos que conozco diciendo que mis 237 páginas conforman “una novela-cuchillo. Punzante navaja sobre aquellos estados turbados, y siempre abismales, del ser. Una navaja que esperamos pueda desde ahí, desde los párrafos que la dibujan en páginas, atravesar al menos un corazón”. Y está quizás el mejor escritor de Venezuela escuchando con cuidado un cuento tonto que escribí una madrugada y soltando abalanzas sobre él y yo mirando a todos lados muriéndome de la vergüenza.
Todos tienen razón. Todos están equivocados. En realidad no importa.
Allí está el remolino espectacular con el que sueñan los escritores, los cínicos de los que hablé al principio, aquellos para los que la cólera es consecuencia en lugar de causa.
Se supone, entonces, que todo está bien.
Pero cuando apagas la televisión y la radio y dejas de leer tu nombre repetido en revistas y en periódicos y en internet y llamas al banco y sólo tienes 5 bolívares fuertes en tu cuenta comenzando el mes y tienes que pedir prestado para comprar comida y nadie quiere contratarte para hacer lo que supuestamente sabes hacer y necesitas buscar otro trabajo nocturno para pagar las cuentas y desdeñas las miles de invitaciones que te envían para que vayas a eventos dónde “les encantaría” contar con tu asistencia porque no tienes dinero para pagar el estacionamiento del carro que eventualmente el banco te quitará si no lo pagas y sigues esperando la llamada que tienes meses esperando y no terminan de hacerla, en ese momento sabes que no puedes ocuparte en algo tan ridículo como la llegada del cinismo que acompaña el éxito.
De cierta forma (macabra, debo decirlo) me alegra no compartir la preocupación de aburguesamiento que persigue a los intelectuales de verdad. No tengo energía para estar intranquilo por racionalizar mi posición de “artista” frente al mundo. Mi rabia se mantiene impoluta, porque tengo casi 30 años y nada de lo que quiero tener. No puedo perder el tiempo sintiéndome ansioso por no llenar las expectativas de la crítica. No puedo permitirme el lujo de batirme a duelo con los frívolos argumentos de “los que sí saben”. Me sabe a mierda sumergirme en discusiones que juzgan si soy un escritor maldito o quién sabe que estupidez más se siga diciendo. Necesito comer. Necesito fumar. Necesito amar. Necesito que me amen. Necesito seguir escribiendo.
Soy un irresponsable porque estoy aquí, de nuevo frente al cursor, apostándolo todo a una rabia, que si bien no me ha hecho rico, me hace un hombre decente al que seguirán leyendo tanto “los que saben” como los que no. Los primeros para seguir destruyendo. Los últimos lo harán porque saben que soy como ellos, que comparto su furia y su verdad.
Maté a mi primera novela.
Pero en mi segunda novela es a mí a quien voy a fotocopiar, humillar, torturar y matar.
Soy decepción.
Soy negación.
Soy violencia.
Soy furia.
Soy muerte.

He vuelto, hijos de puta.

Thursday, April 24, 2008

Palabras de Edmundo Bracho, leídas como presentación de la novela “Peor que tú”, de Gabriel Torrelles



Muy pocas veces este desastroso mundo confabula a tu favor. Afortunadamente, en esta oportunidad sí ocurrió. El día del bautizo de Peor que tú tuve el mejor padrino con el que un escritor necio e inexperto podía contar. No fue sólo el respaldo de su nombre y prestigio. Fue que Edmundo Bracho se leyó mi novela, la sintió, la entendió y además escribió esto que estás a punto de leer.
Muy pocas veces este desastroso mundo confabula a tu favor.
Pero tuve demasiada suerte de que, al menos por esta vez, lo hizo conmigo.
Gracias Edmundo. Por esto. Por todo.

G.



Leyendo la novela “Peor que tú” de Gabriel Torrelles se hace muy tonificante tener la posibilidad de medirnos frente a un texto que se distancia de las nuevas normas de la narrativa venezolana, me refiero incluso a aquella que hoy llaman joven narrativa o urbano-contemporánea o de nueva generación o pare usted de contar. Al fin y al cabo, son propuestas que parecieran casi siempre modeladas desde una misma intención de tono, con su algo telúrico, con su algo de sitio común, con su algo de nombrar las cosas y el mundo un tanto estadarizadamente. Propuestas, digo yo, que parecieran extender en complicidad esa terrible tradición tan latinoamericanista que nos viene a ser una suerte de tara a la hora de enunciar lo que tenemos al frente sin remilgos moralistoides o ideológicos. Sin tener que encaramarnos sobre algún teorema sociológico o sociologista. Trataré de explicarme mejor: nos tienen acostumbrados a una tradición donde para, por ejemplo, describir una mesa de cuatro patas, y un frasco de sal y otro de pimiento sobre ella, hay que rocear la fulana mesa, y el fulano frasco, y el fulano universo entero de una pátina de lo sistémico y sus jadeos, totalizadores.
Nos hablan de las razones morales por la cual la mesa ahí está, de su dónde ideológico, de su relación con el individuo histórico, de la hiperconsciente lucha de clases, una explicación totalizante que termina casi en un culto que termina por aturdir. Un despotismo ilustrado es eso; y está vivo y coleando. Incapaces del sano y esencial objetualismo. Incapaces de escribir “una mesa de cuatro patas, y un salero, y un pimentero… y una chica sentada aquí y un chico sentado allá… y un par de cojones sobre la mesa”.
Era la pendenciera autora Albertine Sarrazine quien redactó desde la cárcel que “un escritor de verdad es aquel capaz de poner los cojones sobre la mesa, donde sea y frente a quien sea”.
Una frase soez, convulsiva quizá, pero que nos remite al escritor que actúa bajo el impulso de purgarse sobre la página. Quiero decir: exorcizarse.
Eso ciertamente tiene nuestro autor, Gabriel Torrelles. Porque su novela “Peor que tú” es un ejercicio que, en su intención esencial, se encuentra en las antípodas de aquellas novelas que buscan fulgurar desde el equilibrio, lanzando un guiño tras otro a un virtuosismo naftalínico, hediondo a lo ya visto desde lo correcto. En “Peor que tú”, Torrelles usurpa las formas del exceso directo así cono el asomo de cierta herejía, extrayendo casi las últimas consecuencias de la rabia. No en balde, la palabra “odio” sea quizá la que más aparece en todo lo extenso del texto. Una rabia que muchas veces aparece con el rigor de la aberración, y más, de la provocación. Y como sabemos, la provocación desconoce el matiz, la mesura. La rabia se purga, se exorciza, o de otro modose vuelve explosión mortífera.
Así, la protagonista, Barbie de nombre, mujer naciente en el dolor, una anti-Lolita hastiada por los espejos y por ese ensordecedor coro que significan los demás, garabatea en su cuaderno una bitácora de rabiosísima intensidad. Escribe en azul porque ese es el color de su ira. Yo diría que sí: azul es el trazo que mejor prefigura y figura la cólera. No en balde, mi arquetipo de la arrechera, el mismísimo Hulk, fue en un principio de pigmentación azul grisácea, hasta que la envidia de algún cretino decidió dibujarlo verde.
Crecer es justamente aceptar del dictamen del espejo, de las complacidas voces de la apariencia, y ante el creciente hastío y el terrible inconveniente que eso significa, el personaje de Barbie convulsiona de manera sostenida al tiempo que fragmentaria, y emprende pues un viaje de lo corriente a lo radical, al filo de un vértigo muy conciente, y también muy nocivo. “Aprender –dice uno de los recurrentes aforismos del narrador– del dolor de los otros”. La andanza arrebatadísima de Barbie, esa que determina apenas un demiurgo narrador –un apenas demiurgo narrador– se va confesando abierta, crudamente, en sus pálpitos por adelantarse como la peor, la peor de todo: las más indolente, la más molesta, la más extraviada, la más aberrada, la más puta de su santidad. Y lo inevitable sucede: Barbie está a punto de convertirse en un caso, mucho más que un personaje. Un caso de perdición errante.
Parodias de ménage-a-quatre hollywoodense, juegos masturbatorios entre freaks limítrofes, estallidos piromaniacos del más resuelto capricho adolescente, sueños de eterno retorno al nunca jamás entre explosiones de alto calibre. Como en la fantasía de toda experiencia-límite, el personaje/los personajes de Torrelles, nos invitan a ser parte, al menos desde las gradas, del epiléptico tejido de una suerte de ethos del me-cago-en-todo, del absoluto impurísimo. Nada, nada, nada, nada mil veces, escribe Barbie en su cuaderno, y con su tinta azul. Realmente la nada son sus ráfagas interiores, su voluntad algo temblorosa de acometer lo indecible, lo bajísimo, lo peor. Pero, a decir verdad, los personajes de Torrelles no son nihilistas puros o nihilistas en la acepción clásica del término. Diría que, mucho más que nihilistas, más que tratarse de un grupete de cruzados sistémicos de la nada, son de esos negacionistas que se crispan frente a la evidencia de su propia rabia incesante. Se presentan al mundo, y el mundo a ellos, en estado de agonía, no a partir de una visión totalizadora de la nada suprema. No poseen una visión suficientemente organizada para refutar lo existente como algún místico engañado. Son incapaces de imponer un orden a partir de la nada. Más bien, van negando todo lo que les espera, ese futuro que prefieren se vaya en fuga de azul rabioso en lugar de tornarse en color homogéneo, y peor que eso: terriblemente homogeneizante.
Además, Gabriel Torrelles tiene el mérito de imprimirle un lirismo casi romántico a sus personajes, y un tanto también al tenor de sus lacónicos símiles, de sus metáforas sucias y romas. Ya lo decía el arrogante de Hemingway: las personas más crueles son siempre las sentimentales. Y de ellos estamos rodeados en los párrafos de “Peor que tú”.
Nadie procura “portarse bien” sino es para asir el afecto del otro, así sea de la manera más trastocada e hiriente. Y avanzan así los personajes en procura de lo peor, de decir, en busca de su “peoridad”, esmerándose sobre lo peor, haciéndolo estallar. Ir más allá sin detenerse nunca, sin jamás recular ante la mueca del coro o el peligro descifrado en la convención. Pero no les visita ni la suerte ni la desgracia de poder anclarse en un absoluto que los salve o redime; se van creando sus propias abismos –ayudados por el capricho trastocado del narrador–, y sabemos bien que todo abismo abre otro abismo, un abismo nuevo para hundirse nuevamente, sea con la canción de Lou Reed o de Depeche Mode de fondo. Sin matices, sin advertencia. A los coñazos.
Esos abismos, se dirá, son en esencia “estados del ser”. Los estados que mejor ha sabido explorar Gabriel Torrelles en su novela. Una novela-cuchillo. Punzante navaja sobre aquellos estados turbados, y siempre abismales, del ser. Una navaja que esperamos pueda desde ahí, desde los párrafos que la dibujan en páginas, atravesar al menos un corazón. Y eso es lo que importa realmente, como lo dijo Jean Cocteau. Escribir para atravesar sólo un corazón. Así, en el furor pleno de la rabia.


Edmundo Bracho
Caracas, 6 abril de 2008.

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Thursday, April 03, 2008

Bring it on


Un cuento corto.
Escribí la primera, la segunda, la tercera y todas las demás líneas que eventualmente se convirtieron en el primer capítulo de “Peor que tú” hace exactamente siete años. Lo hice en medio de una borrachera bastante vergonzosa en un pequeñísimo piso de Madrid mientras veía a través de Televisión Española imágenes del golpe o lo que sea que haya pasado en Venezuela ese abril.
Tomé ese primer borrador y lo registré como registro todas mis cosas. Suelo ser bastante cuidadoso con eso y luego, cuando me enfrentaba a problemas un poco más complicados que continuar escribiendo lo que podría convertirse en una novela (cosas como qué diablos iba a comer sin un euro en el bolsillo), simplemente lo imprimí y lo guardé entre el resto de los borradores de las cosas que hice el tiempo que viví en España.
Luego llegué a Venezuela, me hice editor de urbe y me olvidé de escribir esa novela. Era preferible y rentable escribir cada semana un editorial en el que —como no— robé mis propias frases y las fui soltando por ahí, sin que tuvieran conexión entre sí al principio, hasta que entre el 2004 y el 2005 la Cadena Global me pidió abrir un blog que me sirvió, entre otras cosas, para encontrar esa conexión que me hacía falta para continuar con ese boceto de la primavera de 2001 y que finalmente, a principios de 2006 convertí en ese librito de 240 páginas que nunca quiso ser libro.
Entonces uno se da cuenta de que va soltando frases por ahí y que cualquiera puede agarrar y decir que son suyas sólo porque se han pasado tanto tiempo como yo leyendo a los mismos autores.
Afortunadamente, mi novela desde un principio deja claro que Chuck Palahniuk y Ray Loriga han sido sampleados y homenajeados hasta la saciedad en sus páginas. Lo hace porque es la verdad y porque no le importa que las palabras de los autores que más admiro en el puto mundo estén dentro de ella, sobre todo porque esa novela jamás hubiese existido si su autor no se supiera de memoria algunas de las metáforas más arrechas de la literatura moderna.
Pero tras tantos años escribiendo periódicamente, mes a mes, semana a semana y en casos excepcionales de inspiración, día a día, lo que miles de personas han leído y amado y odiado según sea el caso, es absurdo que haya personas tan malintencionadas como para atreverse a asegurar que lo mío no es mío.
Eso no es lo triste. Lo triste es que, siendo personas a las que todavía considero sumamente talentosas, tengan que recurrir a basura de ese tipo. Y lo peor es que no entiendo la razón. Es decir, ¿existe la posibilidad de que encuentres una frase maravillosa que hubieses querido escribir tú y que eso te haga pensar que en realidad lo hiciste?
Puede ser. A mí me ha pasado muchísimo con ese par de escritores a los que tanto recurro cuando creo que nada tiene sentido. Pero tengo los cojones suficientes como para no perder la cordura y darles el crédito que merecen en el altar de mis héroes personales.
Sin embargo, no sé. A veces creo que confío demasiado en las buenas intenciones de la gente y me olvido de que todo el mundo es básicamente pura mierda y que cualquiera se cree Borges por haber escrito una que otra frase afortunada y que eso lo angustia demasiado, porque a diferencia de los que de verdad sudamos y no tuvimos como comprar comida y en realidad no tuvimos nada más que nuestras palabras para sobrevivir, a ellos les da demasiado miedo no volver a escribir algo decente nunca más, eso si es que en realidad no viven en la ficción esquizoide de que en realidad lo hicieron.
No quería escribir esto. Mi chica no estaba de acuerdo con que lo hiciera y yo mismo dudo que sea una buena idea. Pero lo hago por dos razones. La primera es que quiero pensar que de repente quien se haya atrevido a decir cosas sin sentido se dé cuenta de que un buen escritor se hace escribiendo historias y no reclamando las que no se le ocurrieron primero. La segunda razón es que no pienso volver a hablar del tema nunca más.
Todavía me gusta como escribes y creo que tienes potencial de hacer algo mil veces mejor de lo que yo podría hacer si te pones a trabajar en lugar de ponerte a inventar mentiras que justifiquen que vivas quejándote como una niña. Es por eso que esta es la última vez que te prestaré atención.
Pero si quieres fastidiar tengo cientos de chicos que podría reconocer un texto mío a mil kilómetros entre cualquier imitador de mala fé y cientos de chicos también que podrían decirte cuántas de las frases que dices que te pertenecen están en cualquiera de los doscientos editoriales que guardan celosamente en sus cuartos y también el registro de propiedad intelectual de una novela que comenzó a escribirse cuando tus poemas eran pobres copias de las peores canciones de Kurt Cobain.
So, bring it on!
(Sí, así se llama una película de cheerleaders gringas a las que irónicamente te quieres parecer tú)

Friday, March 28, 2008

Siempre es posible portarse peor


Hay dos momentos que recuerdo muy bien. Uno ocurrió a principios de abril de fines de siglo. Si estabas en Caracas y salías tanto como solía salir yo en aquel entonces, lo más probable es que me hubieses visto con las pupilas dilatadas, bailando como un duende imbécil en medio de un montón de gente sudada, aturdida y sonriente, con el corazón a punto de estallar, tembloroso y perdido entre la intermitencia de las luces estroboscópicas, con una botella de agua en la mano, batiendo la cabeza como un autómata al ritmo de un beat mineral que hacía que todo parecía ser posible.

Nunca podré decir que quienes sobrevivimos a la confusión de aquellos años estuviésemos seguros de estar haciendo lo correcto. De hecho creo que lo único de lo que estábamos seguros era de nuestra propia infamia, del desparpajo con el que le sacábamos la lengua a la madurez inminente mientras nos sentíamos orgullosos de nuestra propia estupidez.

En retrospectiva, todas las consignas de paz, amor, unidad y respeto se escuchaban tan bien como una canción de Tom Waits mirando el atardecer con el culo clavado en la arena de cualquier playa caribeña, con la boca seca y los pies sucios. Pero a medida que nos lo tomábamos cada vez más en serio, irónicamente también comenzábamos a darnos cuenta de que la utopía que creímos real jamás iba a pasar de una fábula química que desaparecería con los primeros rayos del sol de la adultez y la responsabilidad y todas esas mierdas.

Fue cuando me hice consciente de esto y de otras mentiras más egoístas (pero igual de dolorosas) que decidí quitarme la vida.

Soy incapaz de hacer un recuento de todo el veneno recreativo con el que maltraté mi cabeza una vez que entendí que todo era mentira. Sí puedo decir con toda seguridad que sea lo que sea que usé esa mañana hizo bastante bien su trabajo.

Y conservo una imagen brumosa y dolorosa de ese día. Llevo en mi cabeza a mamá llorando convencida de que yo jamás podría abrazarla de nuevo, a mis mejores amigos cargando mis huesos enfermos, al hospital psiquiátrico, a la nariz rota y a las ganas de convertirme en nube para no tener que despertar y darle la cara a la vergüenza y esas lagunas mentales que todavía hoy me persiguen cuando me veo en el espejo y a esa esquizoide manía de ser un cuerpo descompuesto que camina en el mundo de los vivos y que ningún poema torpemente escrito por mí puede retratar con suficiente precisión.

Exáctamente ocho años después estoy seguro de que soy el rey de los idiotas. No es sólo que haya estado tan cerca de los gusanos. Es que me costó años parar de buscar atajos que me llevaran de una vez por todas hasta ellos.

Lo que me lleva al segundo momento.

De nuevo es el mes de abril, pero esta vez está terminando. Estoy encerrado en un minúsculo cubículo del baño de una discoteca con un par de amigos que arman líneas de polvo amarillento para darnos banquete mientras en el piso de abajo una docena de revistas y páginas de internet y canales de TV me andan buscando desesperadamente para que les hable de una revista que acaba de salir a la calle con una Miss Universo en portada.

Entonces, cuando un encargado de seguridad del local comienza a tocar violentamente la puerta del baño de hombres y sospecho que me van a sacar esposado de mi propia fiesta y decidimos salir (a pesar de que al verme en el espejo sólo contemplo un monstruo atrapado en una mueca desagradable que trato de volver invisible con vodka barata) y comienzan los flashes y deseo volver a convertirme en nube con más ahínco que nunca, ahí, a un paso de botar el vaso sobre la alfombra y arrojarle un fósforo encima para quemar ese club maldito, la vi a ella de cerca por segunda vez.

Pero en esta oportunidad terminaríamos hablando de cualquier cosa hasta que la madrugada amenazó con despedirse. Y borracha como ella estaba y destruído como estaba yo, nos besamos en el rincón de una discoteca que ya no existe y a la que llegamos dando traspiés en búsqueda de un refugio para eso que todavía esta mañana, como todas las mañanas, tenemos en común.

Y hemos tenido momentos malos y hemos tenido momentos buenos. Y nos hemos odiado y nos hemos amado. Y hemos estado hartos el uno de otro y nos hemos vuelto locos extrañándonos también. Pero todo esto es irrelevante cuando me deshago de lo accesorio y me quedo con lo que verdaderamente importa.

Aquella noche de abril cuando me salvó.

Tres años han pasado desde entonces. Y tantas cosas de las que he escrito aquí y de las que seguramente seguiré escribiendo. Eso es.

Pero cuando intenté armar un cuento con las polaroids de esos momentos lo que me salió fue otra historia. Si lees bien encontrarás la misma confusión que me invadió aquel día que decidí quitarme la vida. Si sigues leyendo también encontrarás lo que para mí es el plácido temblor que implica conseguir la fórmula para convertirse finalmente en una nube en la que puedas escapar de todo y salvarte.
Pero si soy brutalmente honesto contigo te diré que lo que más quiero es otra cosa.

Que hoy se convierta en otro momento de esos que duran para siempre.

Un día en el que quizá,s si tú lees ese libro tonto escrito que escribí para ti, tal vez, sólo tal vez, decidas quemar este mundo junto a mí.

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Monday, March 24, 2008

Funeral


Esta es una historia corta sobre un chico que un día se asustó tanto que no quiso volver a levantarse de la cama. No hay mucho que contar. El chico estaba asustado y la cama estaba muy cómoda y levantarse para enfrentarse al mundo le pareció un grave error.
El punto es que se quedó allí durante días hasta que olía tan mal que todos sus amigos dejaron de visitarlo para evitar que el olor a porquería se les metiera por la nariz. Y él de alguna forma fue feliz todos los días que estuvo allí, que no fueron muchos, porque después de la segunda semana el chico estaba tan flaco y hediondo y hambriento que se murió de un paro cardíaco.
Sin embargo esa no es la parte interesante de la historia. La parte interesante fue lo que ocurrió después. Porque cuando su chica fue a visitarlo con una mascarilla puesta esperando sacarlo de allí se encontró con que su cuerpo había desaparecido.
¿A dónde coño se había ido el cuerpo del chico? Pues esa es la pregunta que comenzó a hacerse todo el mundo que paulatinamente fue a recorrer el cuarto maloliente donde había tenido lugar el misterioso acontecimiento.
De repente ese cuarto ya no olía tan mal (tomando en cuenta que por fin alguien se había dado cuenta de que no iba a dejar de oler mal a menos que se abrieran las ventanas) y la gente comenzó a llevar cervezas frías y porros de marihuana y algunos más osados se aparecieron con bandejas que encima tenían gruesas líneas de cocaína y billetes de 20 bolívares (de los de antes, no se los de ahora) y todos reían y escuchaban Skid Row a todo volumen y celebraban sus recuerdos con el chico, antes de que los amaneceres se hicieran tan pesados e intermitentes como una colonostopia.
Uno recordó la vez aquella en la que se robaron un carro que condujeron no más de dos cuadras completamente borrachos hasta chocarlo contra un poste y volverlo mierda, literalmente, aunque a ellos no les pasó absolutamente nada. En cuanto a las chicas, no estaban tan calladas como algunos chicos, y disfrutaron comentando como todas eventualmente, algunas más temprano que tarde, terminaron acostándose con él. A su chica, a la última y la definitiva, no le pareció apropiado tener que escuchar esto en un momento tan difícil para ella, como lo era el saber que el saco de huesos que le recitaba poemas al anochecer ya no estaba allí. Sin embargo, se dio cuenta de que no podía evitar que todo esto pasara en sus narices, porque no habría razón para lamentarse realmente si al final donde quiera que su chico estuviera se encontraría mucho mejor y feliz y sonriente como un tiburón blanco.
Entonces se retiró hasta apoyar su espalda contra la pared tapizada con afiches de Nirvana y reproducciones baratas de cuadros de Modigliani y esas cosas que siempre atestiguaron los orgasmos que tuvo durante tres años enteros, y comprendió por la felicidad de todo el mundo que su chico o bien seguía allí o que en realidad jamás lo había estado.
Esta es una historia corta sobre un chico que un día se asustó tanto que no quiso volver a levantarse de la cama, un chico que se vio rodeado de gente que celebraba feliz su muerte como él lo hubiese deseado, un chico que se dio cuenta de que no podía morirse si ya estaba muerto.
Uno de esos dramas góticos con los que torpemente sueñan aquellos que se ahorcaron con sus propias esperanzas al echar un vistazo en el futuro.
O algo así.

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