En otro arrebato de irresponsabilidad volví a encontrarme con el implacable cursor que titila sobre el documento en blanco. Bastante falta que me hacía estar frente a frente con el más sincero y riguroso de mis críticos. Dos meses atrás, cuando haciendo todo lo contrario a lo que siempre predico cifré todas mis esperanzas en 237 páginas de aforismos rabiosos e inconexos, supuse que el paso lógico después de la sobre exposión mediática sería la perdida paulatina de la furia. Para el 28 de marzo de este año, en un intento de poner mis expectativas en perspectiva, imaginaba que el motor de mi escritura (la ira) por fin se aplacaría para abrirle camino al cinismo que siempre acompaña el éxito en cualquiera de sus manifestaciones.
Con los intelectuales (y por eso nunca me permitiría formar parte de esa élite ni creo que a ellos se les ocurra darme permiso siquiera de acercame) este proceso es comprensible debido a que el cinismo precede a su rabia. La planificación de su futuro transcurre en una búsqueda patética de evaluar similitudes y diferencias entre las ideas que otros escriben y las que ellos desearían escribir. Se mantienen en un persistente estado de alerta frente a todo lo que no flote dentro del circuito cerrado de sus conocimientos. Así, cuando las diferencias son mayores que las semejanzas, su furia se alimenta con tal magnitud que son capaces de quemar a cualquiera con la misma intensidad destructiva con la que los bárbaros acabaron con Roma.
En poco más de 60 días han acabado conmigo tantas veces que he llegado a convertirme en una suerte de zombie errante que evita a toda costa tomar en serio lo bueno o malo que puedan decir de él y prefiere encerrarse en la invisibilidad que brinda la ignorancia. De vez en cuando hay quien me cuenta que alguien escribe por ahí que tengo un gesto que me catapulta directamente hacia la arrogancia o que soy una aberración genética producto de juntar todas las traducciones de Bret Easton Ellis y Chuck Palahniuk con el supuesto deseo de ser Jhonny Depp interprentando a Hunter S. Thompson.
Me han dicho mediocre, emo, bastardo, genio, promesa cumplida, promesa sin cumplir, poeta, estúpido, creído, humilde, falso, talentoso, aburrido, excitante, demente, vendido, sexy, monstruo, honesto, burdo, sobrevalorado, infravalorado e incorrecto. Me han dicho que lo que escribo no sirve para nada, han dicho que mi chica es una ninfa ignorante y pretenciosa (no sé que tiene que ver mi chica con todo esto, pero supongo que cuando los intelectuales dirigen sus dardos lo hacen siempre apuntando hacia donde más duele), que escribo basura para vender, que mi primera novela debía haber sido el reflejo realista de la juventud que sobrevive a los barrios y que en ella hay ideas propias de la Edad Media que no se corresponden a un autor que vive en un país convulsionado políticamente como es este.
Luego están quienes me dicen que lo que escribí es lo más arrecho que se han leído en su vida o que hay frases que le hicieron sentir que estaban leyendo sobre ellos mismos y sobre lo que sienten todos los días y sobre lo que nadie quiere hablar. Están los tipos que se toman fotos sin camisa y me dicen que se quieren acostar conmigo y la chiquillas que me dicen que se enamoraron de mí porque lo que escribí les asegura que no hay nadie que pueda comprenderlas en todos los aspectos (en la cama, en la locura, en la vida) como lo podría hacer yo. Hay quien me cuenta que están las señoras que escuchan en el metro platicando animadamente porque sus hijos o sus nietos están leyendo pornografía escrita por mí y que soy la encarnación de Satanás. Están las otras señoras, las que opinan que un vistazo a esas 237 páginas les puede dar una visión completa y profunda a la psique de sus hij@s adolescentes y las que me escriben para agradecérmelo.
Tienes a los doctores y los psiquiatras y a los sociológos que me escriben y me dicen, a partes iguales, que la juventud será mejor gracias a mí y los que me acusan de hacerla peor que nunca. Están los lectores que me dicen que me quedó lindo y los que dicen que me quedó lindo sin leerse nada. También están los lectores “expertos” que dicen que no hay nada de terrible en lo que escribí, que no pasa de ser una tontería, que con todo lo que se ha publicado de Sade, cualquier aspiradora de semen es reducida a una metáfora si acaso ridícula. Están los que me dicen pretencioso, así sin más. Están también aquellos que me dicen imbécil por tartamudear frente a una cámara de televisión. Están los locutores de radio que jamás me invitarán a su programa y los que pensaban no hacerlo y de repente (afortunadamente) algo les hizo cambiar de parecer. Están los que consideran un sacrilegio acercarse siquiera a algo publicado por la editorial que vendió mis aforismos rabiosos y los que lo compraron únicamente por esa razón.
Está uno de los hombres de letras más arrechos que conozco diciendo que mis 237 páginas conforman “una novela-cuchillo. Punzante navaja sobre aquellos estados turbados, y siempre abismales, del ser. Una navaja que esperamos pueda desde ahí, desde los párrafos que la dibujan en páginas, atravesar al menos un corazón”. Y está quizás el mejor escritor de Venezuela escuchando con cuidado un cuento tonto que escribí una madrugada y soltando abalanzas sobre él y yo mirando a todos lados muriéndome de la vergüenza.
Todos tienen razón. Todos están equivocados. En realidad no importa.
Allí está el remolino espectacular con el que sueñan los escritores, los cínicos de los que hablé al principio, aquellos para los que la cólera es consecuencia en lugar de causa.
Se supone, entonces, que todo está bien.
Pero cuando apagas la televisión y la radio y dejas de leer tu nombre repetido en revistas y en periódicos y en internet y llamas al banco y sólo tienes 5 bolívares fuertes en tu cuenta comenzando el mes y tienes que pedir prestado para comprar comida y nadie quiere contratarte para hacer lo que supuestamente sabes hacer y necesitas buscar otro trabajo nocturno para pagar las cuentas y desdeñas las miles de invitaciones que te envían para que vayas a eventos dónde “les encantaría” contar con tu asistencia porque no tienes dinero para pagar el estacionamiento del carro que eventualmente el banco te quitará si no lo pagas y sigues esperando la llamada que tienes meses esperando y no terminan de hacerla, en ese momento sabes que no puedes ocuparte en algo tan ridículo como la llegada del cinismo que acompaña el éxito.
De cierta forma (macabra, debo decirlo) me alegra no compartir la preocupación de aburguesamiento que persigue a los intelectuales de verdad. No tengo energía para estar intranquilo por racionalizar mi posición de “artista” frente al mundo. Mi rabia se mantiene impoluta, porque tengo casi 30 años y nada de lo que quiero tener. No puedo perder el tiempo sintiéndome ansioso por no llenar las expectativas de la crítica. No puedo permitirme el lujo de batirme a duelo con los frívolos argumentos de “los que sí saben”. Me sabe a mierda sumergirme en discusiones que juzgan si soy un escritor maldito o quién sabe que estupidez más se siga diciendo. Necesito comer. Necesito fumar. Necesito amar. Necesito que me amen. Necesito seguir escribiendo.
Soy un irresponsable porque estoy aquí, de nuevo frente al cursor, apostándolo todo a una rabia, que si bien no me ha hecho rico, me hace un hombre decente al que seguirán leyendo tanto “los que saben” como los que no. Los primeros para seguir destruyendo. Los últimos lo harán porque saben que soy como ellos, que comparto su furia y su verdad.
Maté a mi primera novela.
Pero en mi segunda novela es a mí a quien voy a fotocopiar, humillar, torturar y matar.
Soy decepción.
Soy negación.
Soy violencia.
Soy furia.
Soy muerte.
He vuelto, hijos de puta.