
Es la verdad. Si me pongo a escribir de corazón, sin razonar, la idea que más brilla entre todas las que nadan crudas en mi cabeza es esta. Afuera de las cuatro paredes que testifican mi exilio hay un mundo colorido y feliz en el que la silicona ha seguido su curso sin mayores sorpresas. Los mismos encuentros de ranas tristes buscando que una foto los convierta en príncipes por un día y cientos de vehículos para hacerlo posible que terminan en punto com, acechando como lobos a los inocentes que viven para figurar en las desechables listas de éxitos de la ciudad más caótica del mundo.
Tengo bastante claro la última vez que salí del soporífero ambiente lleno de humo de mi cuarto para algo más que ganarme el pan que me permite pagar a duras penas la docena de déudas que me hacen levantarme más temprano y acostarme más tarde. Fui a ver a Billy se fue en el Moulin Rouge acompañado de mi chica y unos amigos. Sentado en el camerino/cocina bebí unos cuantos vodkas con soda y limón, me puse al día con las historias cotidianas de mis viejos amigos y disfruté del placer de no martirizarme con el martillo constante del dinero machacándome la sien. Luego el cuarto se llenó de agua. Esa gente que carga su cámara como si se tratara de un fusil que dispara municiones de fama instantánea en formato digital comenzó a pulular por lo que hacía unos minutos era un santuario de camaradería honesta y trascendental. Entonces la típica seña de unión obligada para aparecer en la foto, el vaivén de personas que fingen conocerte aunque no tengas méritos para darte a conocer y la separación cada vez más marcada entre mi princesa y yo a causa del hacinamiento rocanrolero me mareó hasta el punto de obligarme a tomar asiento para pensar —si es que a ese esfuerzo neuronal inconexo se le puede llamar así— en las razones por las cuales tengo casi un año siendo un vampiro renegado.
Lo raro es que durante el tiempo real de disfrute la pasé verdaderamente bien. Lo triste es que la pasé tan bien como siempre y cuando eso pasa y te das cuenta de que nada ha cambiado realmente a pesar de tu ausencia, coño, de alguna manera te jode la imposibilidad de ver que algo puede cambiar realmente. Todo está exactamente igual, no mejor, mucho menos peor. Todo se maneja con la misma ética grotesca del noctambulismo que después de un tiempo te aburre hasta los tuétanos.
Más recientemente, otro amigo, el guitarrista de la banda Totem, me invitó a mí mi a mi chica a un concierto que daría en En Vivo. Pude haber querido ir, al menos para verlo, porque a los amigos hay que verlos mientras se tengan, no vaya a ser que se te vayan del país o se mueran en un accidente de tráfico. Pero con el recuerdo de mi última noche mi cuerpo se me hizo tan pesado como un tren a pedales (y me disculpas que la metáfora sea repetida, pero es que me gusta mucho y a fin de cuentas, pues además es mía y la uso cuanto quiera).
Es así como llego al clímax del cuento. No a las razones de mi exilio, que siempre serán tan misteriosas como la salida del sol, sino a las consecuencias. Estoy aburrido de la sonrisa, no tienes idea de cuánto. Estoy aburrido de estar aburrido y eso es peor que estar aburrido a secas, porque ya en ese punto te enfrentas a la posibilidad de no poder salir de ese estado nunca jamás.
No me hace falta que la noche mejore, que organicen mejores fiestas, que se le inyecte dinero a la cultura, que las bandas sean mejores, nada que ver. Me hace falta que algo me excite fuera del microclima que he creado alrededor de la nueva temporada de Lost, la espera del contrato literario que parece retrasarse cuatro días por cada dos, y por supuesto, fuera de ese pequeño detalle de ojos grandes y estatura diminuta que me saca sonrisas cuando me ve sentado en el sofá mirando la pared imaginando otra vida, una en la que ella y yo pudiésemos estar lejos de todo, disfrutando del frío, aunque con la soledad de una playa desierta, con los nuestros felices como lombrices y con algún que otro sueño a punto de ser cumplido. Sólo ella y yo: juntos, revueltos, invencibles.
Estando en Madrid leí uno de los mejores libros que he leído en mi vida. Es una novela corta escrita por Herman Melville, el autor de
Moby Dick. El título es
Bartleby, el escribiente y el protagonista de la historia, en un constante —y a ratos exasperante— ejercicio de nihilismo personal, tiene como constumbre, más que dar explicaciones, resumir todas las excusas posibles en una: "prefiero no hacerlo".
El "prefiero" es la clave de todo. La genialidad del personaje. Ese autoconvencimiento de que la razón por la que uno hace o deja de hacer las cosas proviene de uno mismo, a ratos como exiguo documento de la rendición total, la mayoría de las veces, como un homenaje a la dignidad que nos permite escoger nuestro propio destino y hacernos responsables de él.
Yo no pretendo justificar nada con todas estas estupideces que estoy escribiendo. Ese es el punto. No pretendo que pienses distinto ni que yo piense distinto. No tengo pretensiones de ningún tipo y eso me libera de las responsabilidades que acompañan la decepción. Simplemente, estoy pisando fuerte.
¿Sabes? En este momento ninguna fiesta, real, virtual, imaginaria o decadente me atormenta. Ese es el meollo.
Zen. Zen. Zen. Zen. Zen.
Hay un mundo feliz allá afuera, tan predecible como el logo de Coca Cola.
Quien quiera nadar en su esfervescencia tiene mi permiso.
Pero una gran verdad es que nadie sueña con bailar si no tiene pies que lo acompañen en la caída.
Yo, pues, desde hace rato que no pertenezco a ese mundo feliz, a ese oasis que glorifica el parque temático de una urbe que no existe.
No tengo nada en común con tu mundo, con tu movimiento artístico, con tus esperanzas de modernidad.
Prefiero no hacerlo.
Prefiero no ir a tu fiesta.
Prefiero que dejes de leer.