
Llueve.
Eso es lo único de lo que tengo certeza.
No sé qué estaba esperando. Uno levanta el puño derecho y se jacta de ser ajeno a las expectativas, pero con la mano izquierda escondida, cruza los dedos con la esperanza de que pase algo, cualquier cosa, que te salve del pesado compromiso de levantarse todos los días sin futuro.
Claro que no es la primera vez, le respondo a los que me conocen de verdad. Ya pasé por ese sitio donde pareciera que todas las paredes se hacen curvas para quitarte el aire. Pero eso no quita que volver sea terrible. Es cierto que todo lo que te pasa sirve para aprender algo, cualquier cosa. Sin embargo, yo me pregunto, ¿qué tanto más tengo que aprender de lo mismo? ¿Cuántas veces y en cuántos idiomas van a recordarme que todo lo que tuve no sólo ya no es mío, sino que de paso, y como si no fuera suficiente, nunca lo fue?
Estoy plagado de malos sentimientos. Se esparcen en mi corazón como una superficie negra de brea sobre techos de cemento seco. Soy envidioso, mentiroso, frío, insensible, vacío e inconcluso. Tengo la edad suficiente para considerarme un fracasado y no tanta para mirar hacia atrás y sentirme satisfecho. Estoy condenado a la majestuosidad del technicolor con que se ven mis recuerdos. Estoy hundido, pisado y he sido desechado y olvidado con la misma facilidad con la que se olvida poner a sonar tu disco favorito en cuanto deja de ser el que está de moda.
Todo el trabajo y todo el esfuerzo y todos los insomnios y los libros que he leído y las películas que he visto y los cuentos que he escrito junto ese otro montón de canciones que he cantado solo o acompañado no sirven para nada más que como alimento de un blog que quisiera no sólo que terminara, sino jamás haber iniciado.
De resto mi vida, como la tuya, es una basura, un rompecabezas, un ventarrón olvidable, un placer sustituíble.
No quiero soltarlo todo. Quiero guardármelo y hacerlo madurar hasta que me consuma y se lleve conmigo los rostros que veo en TV, que escucho por radio, que pasean sonrientes por los centros comerciales, sin problemas ni volcanes espirituales a punto de erupción.
Mentira.
En realidad quisiera ser como ellos. Así de falso, así de feliz. Porque ellos no dejan de comer durante días, ni sienten que el estómago les hierve por la frustración. No recorren esta ciudad caníbal deseosos de que les caiga el cielo encima. No. Ellos disfrutan de lo que tienen, como animales, saltando y danzando con las nubes guindadas en la espalda de los que no queremos volver a despertarnos nunca más.
Este es el limbo del que hablan los que saben de lo que hablan. Yo no lo sé y por eso siento el agobio del tiempo exigiéndome paciencia como si eso me sirviera para comer.
Como quisiera poder escribir algo mejor y no llorar en las noches convertido en un cliché ambulante.
Todas las veces que deseé el caos lo hice para ocultar el desorden de mi delirio. Para ver si así, con el fuego en todos lados, la debacle económica, las radios tomadas por militares y las turbas enardecidas, no me siento tan perdido y puedo identificarme con ese desastre de afuera, sólamente para restarle importancia al desastre que llevo dentro.
No estoy solo. A veces estas palabras le llegan a alguien. A veces no.
Pero eso no lo hace menos doloroso ni tampoco me convierte a mí en más que un manipulador confeso.
¿Por qué no me siento aquí a escribir sobre los días bonitos y soleados? ¿Por qué no fantaseo con un trabajo maravilloso y jugosos bistecs bien cocidos? ¿Por qué sabiendo que tu vida debe ser igual de miserable que la mía no te ayudo a escapar en lugar de arrastrar a unos pocos al vacío conmigo?
Supongo que siempre será más fácil inspirar lástima que admiración o respeto. Infiero que tengo demasiadas ganas de poner mi nombre en la mayor cantidad de bocas posibles. Sospecho que soy un facilista, un mediocre y un incapaz.
Pero así somos todos ¿no? Así como también todos, en algún momento de nuestras vidas, creemos que somos intocables y que jamás caeremos, y justo entonces, se caen las bases que mantienen nuestro castillo de naipes inflado y listo, ya está, se acabó.
Este fue mi último grito de ayuda. El grito de ayuda que no quiero que escuche nada aunque igual será escuchado así sea por pocos. A partir de aquí no hay más abajo, no hay inferior ni peor.
La espiral descendente es infinita en teoría, pero yo no quiero creerlo.
Quien sea, por favor, ayúdame a saber que he tocado fondo para al menos ver si intento aprender a resignarme.
Y así perderé al amor de mi vida y el autorespeto y todas esas cosas que nunca han servido de nada pero siempre se atesoran como objetos preciados e inverosímiles.
Añoro ese momento absoluto, ese fundido a negro, incuestionable como un punto final.
Porque tal libertad pondría orden en este desastre que llevo dentro.
Sin nada.
Sin nada.
Sin nada.
Mis lágrimas saldrían volando mientras caigo cinco pisos sin vestigios ni futuro, se confundirían con la lluvia que cae copiosa sobre el cruel asfalto descudo y tú, seas quien seas, sombra decadente y fétida, no me importarías nunca más.